26 de septiembre de 2011

El azulejo y el eterno no mirar bajo la sombra del asteroide

Sentado contra la sombra del último roble, por sobre la colina mas verde que alguna vez vió, se extiende frente a él la inmensidad de la ciudad, vibrante, llena de vida, llena de ciegos, llena de nadie.
Bajo la sombra del asteroide, que en su recorrer eterno iluminaba de manera sombría, si es que acaso podía ser mas sombría, sus ojos oscuros, él pensaba.
Los destellos huyen de los ojos oscuros, se repetía siempre hacía si, pero sin ellos vería solo su mirar, su extraordinario mirar, y mientras las praderas lloraran piedras, su equilibrio se balancearía con la misma seguridad con la que se enfrentaban por dentro la cordura y la soledad.

De pronto se rompe su divagar, para variar, cuando un azulejo de turquesa vivaz se posa en una de sus rodillas.
Una cómica mueca de sorpresa lo invade mientras intenta mover su cuerpo, endurecido por el largo tiempo de su estar.

Y el azulejo canta.
Y cómo canta!

Canta tanto que se permite volver a mirar, pero no mirar por mirar, mirar el alma, mirar el summun mismo de aquello que trasciende lo visible, mirar lo que se piensa, mirar al universo, mirar dentro y fuera de si al mismo tiempo y darse cuenta súbitamente de que sus ojos estaban abiertos.

Y en el medio de esta extraña vorágine de sentires, se permitió cantar.
Ya había cantado antes, si, y ya había tenido otras almas a quien cantar, pero... pero esta vez... quizás... no sabe.
"No se", se dice sorprendiéndose a si mismo en un irónico desenlace literario que no resta demasiado a su felicidad.
Incluso el asteroide parece deslizarse de su lugar! e incluso cree atinar a ver el sol.

"Oh ambrosía! oh impávida alegría y gozo que me invade! tanta y tal es tu gracia que hasta puedo ver, allá a lo lejos la solución! la feliz solución!" - Cantaba alegre a las nuevas nubes, que recién hoy podía ver luego de tanto tiempo.

Hasta que de pronto...
El azulejo comienza a cerrar sus ojos. Su fuerte color turquesa parece desvanecerse a un pálido azul gris, su voz se vuelve cada vez mas débil e inaudible y de pronto se deja caer.

Él grita.
Él siempre grita. Grita porque el desconocimiento se hace oir por sobre la felicidad y solo con un grito puede volver a llamarla. Pero no vuelve.

Sujeta tiernamente al azulejo entre sus manos, que ya vuelven a marchitarse y a ponerse rígidas, mientras se destiñen volviéndose también, grises, y comienza a cantarle las mas bellas melodías en un último intento por devolverle la vida. Pero no hay caso.
El azulejo aún agoniza y de pronto, sin darse cuenta, se encuentra gritándole a los cielos, ya nuevamente oscurecidos por el asteroide que volvía perezoso de su efímero exilio:

"El azulejo se me muere en las manos!"

Y se larga a llorar en silencio mientras piensa una y otra vez, para variar, como un mantra maldito, hasta que los pensamientos no entran en su cabeza y las palabras comienzan a desbordarse en un largo río que fluye hasta la ciudad muerta:

"Cuándo fue que volví a cerrar los ojos?"

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