2 de septiembre de 2011

Todos nos comeríamos las manos si no nos sirvieran para agitar la neblina

Un atardecer lila.
El ser se manifiesta, su sombra los sigue como puede mientras trota libre a través de los prados.
Pero un destello, a lo lejos. De pronto es cerca. Su rostro, palido y difuso por la neblina pinta una lagría profunda bajo el sol en la profundidad del valle.
Grita.

"Aqui veo, horror, a todo lo indecible, la persistencia de la sombra,
el cadaver andante de una verdad incierta, el recuerdo ausente de una fantasía perdida
en el cosmos lejano de una mente retorcida. 
Deja de esfumarte tras las hojas del tiempo, maldito.
Maldita sea tu existencia, tu vivir y respirar, porque sabés que cada latir te acerca a la muerte, y cada parpadear graba una letra mas
en la semblanza de tu eterno reposar, pero estás tan a gusto con la hiel que sangra el nogal que hasta los cantos del universo te hacen reir hasta llorar
Donde?
Donde, acaso, perdiste tus ojos imberbe y dócil cachorro?
Será que el tiempo olvido borrar los hilos de oro que te ataban vilmente a la estatua de sal?"

Y comienza a llorar mientras se come sus manos, las que, instantaneamente vuelven a crecer.
El cielo lo acompaña y deja descender una llovizna fría.
Y él jamás llorará otra vez, porque se deshizo en mil plumas al oir la lluvia contra el espejo, que de la mano gentil del viento acabaron por flotar sobre el río de sangre que corría mas adelante.

Silencio.
Las alondras que vuelan tras las montañas conocen el secreto.
Silencio. Y morir.

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